Solía tocar el piano. Digo solía porque vendí mi viejo piano vertical Yamaha para poderme costear el carné de conducir y llevar a mis hijos al cole en mi nuevo hogar. Sí, por ellos se hacen sacrificios enormes. Aunque, cabe decir, que mi antiguo piano estaba para sostener fotografías y acumular polvo. Ahora odio tocar el piano. Pero ya basta de hablar de mí, parece que me esté mirando el ombligo todo el rato.
Lo que hoy os quería decir es que cuando, de pequeña, iba al conservatorio y una partitura se me atascaba y no había manera de avanzar en su ejecución, me aconsejaban una cosa: dejarla aparcada por un tiempo. Porque el insistir e insistir no hace sino bloquear más la mente y no dejar que respire el problema. Acabamos viendo los pocos compases que alcanza nuestra vista y no acertamos a las teclas, ni al ritmo, ni a la melodía.
En la novela me está pasando lo mismo, así que voy a dejar de lado el capítulo que tanto me está dando quebraderos de cabeza para cogerlo más adelante y verlo desde una perspectiva más aireada. Lógicamente esto no se puede aplicar a todos los problemas. Los problemas con los hijos son una muestra. No los puedes aparcar porque cuando los retomas el problema se ha agrandado. ¿qué hacer en esos casos? Paciencia, constancia y amor, mucho amor.
Sin embargo no todos los problemas son tan graves, al menos no como nos parecen vistos desde la lupa de una mente bloqueada. A veces es bueno alejarse, ver las cosas con objetividad, en frío y ¡ZAS! de golpe aparece la solución, tan sencilla, tan asequible que nos parece imposible no haberla visto antes.
Si necesitas resolver un problema que no tiene solución, te equivocas, no hay problemas imposibles, sino soluciones poco imaginativas. Si lo necesitas, UN KIT KAT. Mañana será otro día.